Recuerdo a mi abuelo, un hombre de raíces mayas y piel morena quemada por el sol, con su camisa de manga larga, los puños arremangados, su sombrero y sus clásicas alpargatas de cuero, en el cementerio, caminando y gritando Vámonos, Vámonos entre las 18:30 y las 19:00 horas, invitando a salir a los visitantes de ese día tan especial.
El día de Todos los Santos, 1ᵉʳ y 2 de noviembre, recuerdo a muchas personas que venían con sus flores y me pedían un cubo de agua para lavar las tumbas de sus difuntos, algunas tumbas tenían suerte, sus seres queridos las visitaban todos los domingos, otras una vez al año, otras estaban olvidadas.
Mi mente infantil no recuerda la hora exacta, pero era un espectáculo maravilloso mientras el sol se ponía, dejando solo las velas, escuchando a lo lejos las oraciones que se apresuraban a terminar, las charlas, las risas, hasta que poco a poco el silencio ganaba terreno.
Cuando por fin nos quedábamos solos, el abuelo nos acompañaba hasta la puerta para cerrarla. Era un momento mágico, misterioso, en el que el silencio se veía envuelto por los reflejos de las velas y seducido por el aroma de las flores.
Hoy, vuelvo a ese momento y sin dudarlo, fue cuando experimenté la calma, la paz y el respeto por los que ya no están con nosotros.
Hoy me doy cuenta del gran amor que sentía por mi abuelo y que nunca le dije, pero hoy también sé que él siempre lo supo.
Levanto mis manos y pido luz para todos los que ya no están en este mundo, pero no es un adiós, es, un hasta la próxima.
Para los que ya no están en este mundo y fueron parte de mi historia.
Gracias por la visita y buen regreso.
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